A Los Que Creen - eBook
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Y estas señales seguirán á los que creen…
Escapando de Servicios Sociales y otros que no entienden sus creencias, Nathan y su madre, una mujer que cura con su fe, Billie Ashbury se mudan nuevamente a otra ciudad.
Nathan, de nuevo, enfrenta los desafíos de hacer nuevos amigos y esconder los secretos de su familia. Pero con lo que realmente lucha es con su dudosa fe y reconciliando sus acciones con lo que su devota madre le ha enseñado desde pequeño ¿Desobedecer está bien? Su vida podría depender de su respuesta.
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Capitúlo 1
Nathan sintió que estaban debajo de un microscopio cuando llevaban las cajas y valijas a la casa. Las personas estaban mirando. Ellos pretendían no hacerlo, pero Nathan podía sentir los ojos sobre él. Personas en la calle pretendiendo solo pasar caminando. Los vecinos mirando a través de sus cortinas. Habían muchos ojos.
Solo somos una familia normal, repitió Nathan como un mantra. Nada inusual aquí. Solo somos una familia normal, como cualquier otra. Incluso con la mudanza de medio mes, la gente probablemente los había notado. Billie, su mamá, en una larga falda roja y negra, su hermoso cabello oscuro cayendo en la parte trasera de su blusa blanca y de mangas largas. Y Nathan, con su cabello casi negro, delgado como un palillo y luchando con cargar cajas que eran igual de pesadas que él.
Hicieron unos cuantos viajes del auto a la casa cuando Nathan salió a buscar otra carga y vió a una chica parada detrás de su cerca, afuera, viendo con interés.
—¡Hola! —Saludó ella.
—Hola —dijo Nathan en un tono que él sabía que no era amigable y se fue a buscar otro montón de cosas al auto.
La chica estaba unos pasos detrás de él, siguiéndolo para continuar con la conversación. Ella era rubia, masticaba chicle con su boca abierta. Probablemente tenía diez años.
—¿Cómo te llamas? —demandó saber ella.
—Nathan
—Soy Delia
Nathan gruñó y tomó una de las cajas etiquetada “cocina”. Se dio la vuelta y se dirigió a su casa. Ella lo siguió hasta donde la cerca le permitió y frenó. Al menos ella tenía límites. Aún seguía ahí cuando él dejó la caja y volvió al auto, cruzándose con Mamá en la entrada. Ella le dio una traviesa sonrisa que Nathan supuso que estaba relacionada con Delia. Ella lo estaría molestando después con tener una nueva novia. Como si alguna vez hubiera tenido una.
—¿Cuántos años tienes? —Delia dijo cuando Nathan la encaró
—Once.
—¿Once? No pareces de once —protestó ella.
—Bueno, si los tengo.
—Eres muy pequeño para tener once —remarcó Delia.
Nathan apretó la mandibula y sacó una valija que estaba puesta entre el asiento delantero y trasero. Echó todo su peso sobre ella, enfatizando el punto de Delia sobre lo pequeño que era. Luego intentó moverla para aflojarla.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Delia.
—No.
Subió al asiento delantero del auto y Nathan abrió la boca sorprendido porque ella estaba metiendo las narices donde no se la quería. La niña pateó debajo del asiento de en frente, lo que le permitió moverlo hacia adelante. La valija se liberó y Nathan suspiró.
—Gracias —refunfuñó y salió rápidamente de detrás del auto para llevar la valija a la casa.
Se detuvo para descansar después de dejarla. Mudarse era un trabajo caluroso y cansador. Solo había trabajado por veinte o treinta minutos, pero ya estaba agotado, listo para acostarse y dormir. Nathan se apoyó en la puerta de la habitación de Mamá, respirando hondo y buscando la energía para seguir trabajando.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó mamá
—Si Mamá. Solo estoy cansado.
—No hay mucho más.
—Lo sé —se enderezó—. Solo necesito conseguir una bebida, después voy a estar bien
Nathan fue a la cocina y abrió el agua fría. Refregó sus manos en el agua helada y la salpicó en su cara para refrescarse. Luego puso la boca en el grifo y comenzó a beber desde ahí. Estaba muy sediento. Tenía sed desde antes de empezar a trabajar. Ahora tenía calor, estaba cansado y aun más sediento.
Después de calmar su sed, Nathan cerró el agua y se forzó a sí mismo a salir nuevamente, a enfrentar a la chica y al resto del trabajo.
—¿De verdad tienes once? —demandó Delia—¿Realmente, de verdad, lo juras? ¿No me estás tomando el pelo?
—Realmente, de verdad —asintió Nathan—. No miento.
—Wow. Creí que ibas a tercer grado.
Nathan negó con la cabeza en disgusto
—Gracias.
—Pero eres mayor que yo.
Nathan arrastró fuera del auto una caja que contenía un terrario y algo de equipamiento.
—Uh-huh.
Él volvió a la casa, dudando en dónde poner el terrario. Terminó dejándolo en la sala de estar, incluso si Mamá no lo pondría ahí. Sólo era más fácil.
—Solo un poco más, bichito —alentó mamá mientras se dirigía afuera a buscar más cosas.
Nathan hizo un ruido estando de acuerdo y la siguió. Esperó mientras ella sacaba una caja. Luego, cambiaron de lugar para que él pudiera sacar la última gran caja. Mamá entró a la casa
—¿Esa es tu madre? —cuestionó Delia.
Nathan la miró frunciendo el ceño ¿Quién más podría ser? ¿Su hermana? ¿Su abuela?
—Sí.
—Es realmente bonita.
Nathan sonrió, sintiéndose bien.
—Sí — asintió —. Lo es
Empezó a caminar rápido en dirección a la casa. Apenas podía con el peso de la caja
—¿Por qué está bien vestida? —Delia quiso saber, siguiéndolo.
Nathan pretendió no escucharla.
* * *
—Bien, creo que eso es todo —dijo mamá, limpiando el sudor de su frente.
Nathan dejó la caja en el suelo dándole un golpe al caer —Eso es todo —dijo conforme.
—Eres un muy buen ayudante, Nathaniel —aprobó ella—Ya no tendré que regañarte.
Nathan se encogió de hombros —No hay nadie más que ayude —señaló él—No puedo dejar que lo hagas todo tú.
Ella le dio un fuerte abrazo —Ese es mi chico bueno —dijo tiernamente.
Nathan la abrazó también, luego, se retorció para que lo soltara. Ella lo abrazó por un rato más y le dio un beso en la frente, riendo.
—Podría hacerlo todo el día.
El rostro de Nathan estaba caliente. Se encogió de hombros.
—¿Te agrada la chica de afuera? —preguntó Mamá.
—Ni siquiera la conozco. Es una pesada.
—Ni siquiera la conoces —Mamá le repitió—¿Cómo sabes que es una pesada?
—Sólo lo sé.
—Tendrás que hacer amigos. Es bueno tener a alguien que vive cerca que tiene tu misma edad. Incluso si es una chica.
—No tiene mi edad. Es muy pequeña.
—No puede ser mucho más pequeña. Deberías ser más amigable con ella. Podría presentarte otros niños en el vecindario.
—No fui rudo con ella.
Él sintió la culpa retorcerse en su estómago cuando dijo eso. Bueno, no había dicho nada malo. Tal vez su actitud no fue tan cariñosa como debería haber sido, pero fue porque estaba trabajando, tenía calor y estaba cansado.
Simplemente no tenía la energía y tiempo de visitarla ahora.
—Iré a ponerle llave al auto —se ofreció Nathan.
—Gracias cariño. Eres un muy buen ayudante.
Nathan salió de nuevo. Tomó aire mirando a sus alrededores para evaluar su nuevo vecindario. Era un día cálido, con un cielo azul brillante. La casa que rentaban era pequeña y se veía un poco desaliñada. Toda las casas eran igual de viejas y tenían el mismo tamaño. Algunas estaban más descuidadas y otras mejor mantenidas. No habían muchos niños por el lugar. De hecho, el único niño, a excepción de él, era Delia, que aún lo observaba con curiosidad
Nathan fue hacia el auto y cerró las puertas, echó llave a cada una de ellas y cerró el maletero
—Fue… lindo conocerte —le dijo a Delia, intentando compensar su frialdad anterior—Gracias por… darme la bienvenida.
Ella sonrió, encantada por eso. Pateó ligeramente la cerca con la punta de una de sus zapatillas rosadas.
—Tengo muchos amigos —anunció ella.
—Uh… sí.
—Es solo que no están afuera ahora mismo. Te los puedo presentar más tarde.
—Seguro, eso estaría bien —asintió Nathan. Pero interiormente, se echó atrás. No quería ser un espectáculo, una curiosidad. No quería ser presentado a todos al mismo tiempo. Solo quería mezclarse. Actuar como si siempre hubiera vivido ahí.
— ¿Tienes limonada o algo? —preguntó Delia.
—No — la miró. ¿Cuándo pensó que tuvo algo de tiempo para preparar limonada? Apenas habían llevado todas las cajas a la casa.
—Oh… ¿Quieres un poco?
Nathan sacudió su cabeza —. No suelo beber limonada o jugo —dijo incómodo—Solo agua.
—¿Té helado? —sugirió ella.
Nathan sacudió su cabeza nuevamente
—Solo agua —repitió Delia, sacudiendo su cabeza como si estuviera loca—¿Qué dices de una Coca-Cola?
Nathan asintió —. Solo si es dietética —advirtió.
Delia miró a la frágil figura de Nathan —No necesitas dieta —observó.
Él se encogió de hombros y no dijo nada. Delia suspiró.
—Te traeré una —dijo a regañadientes, como si él hubiese demandado eso cuando fue ella quien lo ofreció en primer lugar—Espérame aquí ¿Si?
Nathan asintió con la cabeza. Miró a Delia correr a su hogar, unas casas más allá. No pasó mucho tiempo antes de que estuviera de vuelta, con tres latas en las manos.
—Traje una para tu madre también —explicó.
—Gracias —dijo Nathan—Eso es muy lindo.
Tomó dos de las latas y dudó. Realmente no quería hacerla pasar y tener que presentarla. Pero no era cortés dejarla afuera y llevar lo que ella trajo a Mamá.
—Vamos adentro —dijo de mala gana y volteó para entrar a la casa.
Delia lo siguió pegado a sus talones. Nathan encontró a Mamá en la habitación principal, hurgando entre algunas cajas.
Alzó la vista, limpiando su frente sudorosa con su antebrazo. Nathan le pasó una de las Coca-Colas dietéticas.
—Es para ti. De parte de Delia —explicó haciendo algunos gestos.
—¿Por qué? Gracias Delia —dijo Mamá con entusiasmo. Puso la fría lata sobre su rostro—Esto es justo lo que necesitaba en este momento —abrió la lata y le dio un trago largo—Soy Billie Ashbury. Y supongo que ya conociste a mi Nathaniel.
—¿Billie? —repitió Delia con el ceño fruncido.
—De donde yo vengo, Billie también puede ser nombre de mujer —explicó Mamá.
—Oh, está bien —los ojos de Delia estaban posados en la ropa no convencional de la mujer —Te ves muy bien.
—Gracias. Eres muy dulce —le sonrió a la niña—¿Estás preguntándote por qué llevo un vestido? ¿En un día de mudanza, cuando podría arruinarse?
Delia se encogió de hombros y giró rápidamente en puntitas de pie —Es muy bonito —observó
—Soy pastora —dijo Mamá—¿Sabes lo que es?
Delia lo pensó por un momento, mirando algunas cajas con curiosidad.
—¿Es como un predicador? — Preguntó luego de un rato.
Mamá asintió —Correcto, soy una predicadora.
Delia miró escéptica —No creí que hubieran mujeres predicadoras —dijo apretando los labios.
—Bueno, hay más de las que solían haber. Incluso hay más en casa, pero cuando Dios te llama, no importa si eres hombre o mujer, mejor que escuches.
Delia le dio un trago a su bebida —¿Lo escuchaste llamándote? — cuestionó .
—Es solo una expresión —interrumpió Nathan, irritado porque ella no entendía. Los malentendidos conducían a fastidios y bullying, y él estaba muy seguro que enfrentaría eso porque la gente pensaría que Mamá estaba loca por escuchar la voz de Dios llamándola —No significa que escuchó una voz.
Mamá puso una mano en el hombro de Nathan de forma reconfortante, acariciándolo para que supiera que estaba bien y que no debía enojarse por esto.
—Dios llamó a mi corazón — le explicó a Delia —. Sentí una sensación cálida que me decía lo que Él quería que hiciera.
—Oh — asintió Delia —Está bien.
Nathan buscó una manera gentil de terminar la conversación y sacar a Delia de ahí. Hizo un gesto señalando a la puerta.
—Te acompañaré afuera —se ofreció—Gracias por la Coca-Cola.
Delia empezó a caminar lentamente a la puerta, mirándolo con el ceño algo fruncido. Llegaron a la puerta delantera y Delia dio unos pasos para salir.
—No tienes muebles —observó ella.
Nathan rodó los ojos —. Conseguiremos algunos —dijo—No puedes meter muebles en un auto —
—¿Un camión de mudanza va a traerlos? ¿No deberían haber llegado hoy?
—Compraremos muebles aquí —explicó Nathan. Su mano estaba en la puerta intentando encontrar una oportunidad para cerrarla, así no tenía que seguir explicando cosas —Es más fácil que contratar a alguien que los traiga.
—Oh… ¿Vas a comprarla ahora? ¿Dónde vas a dormir esta noche?
Las preguntas no iban a parar. Nathan cerró la puerta.
—Adiós, gracias por la Coca —le repitió con la puerta cerrada en su cara.
Nathan colocó el pestillo. De puntitas de pie, se asomó por la mirilla y la observó, parada frente a la puerta y sorprendida. Finalmente, decidió irse. Delia se retiró por la acera, la cual, a través de la mirilla, se veía muy larga y estrecha.
Nathan resopló, aliviado de haberla sacado del camino. Volvió a la sala para ver qué necesitaba Mamá que haga.
Una parte de mudarse que a Nathan le gustaba, era su tradición de su primera comida en la sala, iluminados por la luz de las velas. Usualmente pizza.
Por supuesto, el cable no había sido conectado aún, así que no había televisión para ver. Ni siquiera tenían un televisor todavía, Nathan pensó tristemente. En cambio, se contaban historias, algunas inventadas, otras eran recuerdos de mudanzas y lugares, y otras eran de Escrituras Sagradas o sermones.
Después de que la pizza y sus restos fueran limpiados, jugaron a las cartas.
Nathan era feliz. Incluso si no le gustaba dejar su hogar y tener que mudarse otra vez, empezar una escuela a medio año, y hacer nuevos amigos; él era feliz de estar con su mamá, con sus tradiciones y recuerdos, sabiendo que era amado y cuidado. A salvo.
* * *
Había sido un largo día, y Nathan estaba cansado desde la mitad de este. No habían jugado a las cartas por mucho tiempo cuando sus ojos se empezaron a sentir pesados. Bebió agua helada, pero no podía mantener sus ojos abiertos.
Mamá rió — ¿Ya estás listo para ir a la cama, bichito? —preguntó.
Nathan asintió, frotando sus ojos. Mamá dejó las cartas de lado y acomodó los sacos de dormir a lo largo del suelo de la sala. Nathan se metió a uno mientras ella buscaba un par de almohadas. Se sentía muy bien estar entre las sábanas calentitas y poder descansar.
—Levanta la cabeza, cariño —dijo la mujer mientras acariciaba su cabeza. Puso la almohada debajo de su mejilla cuando Nathan levantó su pesada cabeza por última vez.
Con los ojos cerrados, sintió como ella se metía a su saco de dormir justo detrás de él. Escuchó un clic y se quejó, abriendo un poco sus ojos. Mamá acercó su rostro al del niño y tomó otra foto de ellos con su teléfono.
—Necesitamos una foto de nuestra nueva casa —apuntó.
—Entonces saca una foto de la casa —murmuró Nathan—No de mí.
Mamá rió y se acomodó en su propia almohada. Tarareaba mientras posteaba la foto. Luego, comenzó a rezar, su voz bajando y alzándose rítmicamente. Nathan intentaba mantenerse despierto y pudo decir algunos de los “amenes”, pero estaba demasiado cansado y se durmió mientras ella recitaba el Padre Nuestro.
* * *
La mañana llegó temprano, especialmente sabiendo que con la mañana, llegaba la escuela. Intentó persuadir a Mamá para que lo dejara quedarse en casa uno o dos días más para poder ordenar la casa, pero ella no iba a cambiar de opinión.
—También me gustaría que te quedes en casa, cariño —dijo ella con un tono triste—. Pero necesitas ir lo antes posible. No querrás perderte más de lo que debes. Tus notas no han sido buenas, y no sé si esta clase será como la que tuviste. Y además, querrás hacer amigos —lo alentó.
Nathan terminó enroscando su saco de dormir y sentándose en el suelo, mientras Mamá servía rollos de canela, aún tibios debido a la pastelería. Nathan comió del rollo, su estómago estaba hecho un nudo.
—No me importan los amigos —dijo él—Prefiero estar aquí contigo.
Ella le dedicó una brillante sonrisa y miró a su propio bollo intentando cortarlo con un cuchillo y tenedor de plástico.
—Hay glaseado extra —señaló ella, tocando la tapa del tazón que contenía el agregado. Nathan deseó que su madre no hubiera comprado algo tan dulce para la primera hora de la mañana. Comió un pequeño bocado del rollo de canela, lo saboreó como si se tratara de un vino antes de masticarlo y tragarlo.
—No hagas eso Nathaniel. No es educado.
Comieron en silencio por un par de minutos.
—¿No puedo quedarme en casa contigo sólo por hoy? —sugirió Nathan—Es sólo un día. No hará mucha diferencia.
—¿Estás nervioso, bichito?
Nathan se encogió de hombros y le dio otro mordisco a su comida.
—Todo estará bien —prometió Mamá—Mientras más rápido te acostumbres a tu nueva escuela, mejor. Tampoco quiero hacerte ir, pero esa es la manera en que el mundo funciona. Padres e hijos tienen que ser separados por cosas como la escuela. Es buena para ti. Te ayudará a crecer.
Nathan bebió un trago de agua. Siempre estaba sediento en las mañanas —¿Por qué no puedo tener clases en casa? —preguntó—Otras personas lo hacen.
—Lo se… Y me encantaría hacerlo contigo…pero… —Mamá luchaba por conseguir las palabras correctas—Incluso si otras personas lo hacen, puede ser como una alerta roja para las autoridades… los hace sospechosos… debemos… —dijo arrastrando las palabras.
Nathan entendió sin que ella terminara la oración. Necesitaban ser normales. No podían tener a las autoridades sospechando de ellos, investigando, pensando que necesitaban una mano. Asintió entendiendo y despedazó su bollo en pequeñas piezas.
—¿Vas a comer eso? ¿O solo vas a romperlo hasta la muerte? —preguntó Mamá.
Él alzó la vista, alejándolo de sí mismo —. Realmente no tengo hambre. Mi estómago está cerrado.
Ella asintió, haciendo un sonido de simpatía —No me sorprende. Pero todo va a funcionar. Sabes que siempre funciona si seguimos lo que el Espíritu nos dice.
—Lo sé Mamá. Intento creerlo —confesó—Pero mi Fe no es tan grande como la tuya.
La mujer tomó una de las manos de su hijo —Todavía no, bebé. Pero eres joven. Yo recibí mi llamado cuando ya era mayor. Tú siempre has sido guiado y cuidado por el Espíritu, incluso cuando eras un pequeño en mis brazos.
Nathan asintió.
—Cuando seas igual de grande que yo, —dijo ella—tendrás más Fe de la que tengo yo.
Nathan tragó. Sus ojos se llenaron de lágrimas ante la seguridad de su madre. Estaba seguro que no se sentía así. Sentía que su Fe era solo césped que se volaba con cada ventisca. Quería ser fuerte como ella decía, pero él dudaba de cada cosa. Él dudaba
Mamá soltó su mano y terminó de comer su rollo. Empezó a recoger las sobras y Nathan se inclinó para recoger lo que quedaba de su comida, ponerlo en una servilleta y echarlo a la basura con lo demás. Mamá le acarició la espalda, entremedio de los hombros.
—Bien, pequeño. Hora de ir a la escuela.
Él ya no discutió ni intentó convencerla. Simplemente tomó su mochila, la cual estaba lista para las clases, y la colgó de su hombro. Mamá buscó en su bolso y le dio un par de billetes.
—Ahí tienes, compra lo que quieras para el almuerzo ¿Si? No me importa si es comida rápida. Solo asegúrate de comer algo.
—Lo haré —asintió Nathan, poniendo el dinero en el fondo de su bolsillo para no perderlo.
Ella lo acompañó hasta la entrada y Nathan salió mientras su madre cerraba la puerta. Mamá lo miró extrañada cuando lo vio parado en la acera mirando a la casa.
—¿Pasa algo malo? —preguntó ella.
—No. Solo intento memorizarla —explicó Nathan, repitiendo el número de la casa varias veces y buscando alguna característica que diferenciara a su casa de las otras. Una cerca blanca, ventanas.
La casa de la derecha tenía un agujero en la esquina que la hacía parecer que había sido mordida, como una casa de jengibre, se dijo Nathan a sí mismo. Eso sería algo difícil de olvidar.
—Te buscaré cuando termine la escuela —dijo Mamá—No te perderás.
Nathan asintió —Esta bien. Pero debo ser capaz de reconocerla.
—Numero cuarenta y dos —señaló ella—Puedes recordar eso.
—Cuarenta y dos —repitió Nathan. Lentamente, se dio vuelta y caminó hacia el auto, alejándose de la casa.
Capitúlo 2
Cuántos años tiene? —repitió la mujer de la oficina, mirando a Nathan por encima del escritorio.
—Tiene once. Sexto grado.
—No parece de sexto grado —dijo la mujer dudosa— ¿Está segura?
Mamá suspiró y abrió su cartera para buscar el certificado de nacimiento de Nathan y lo puso en el escritorio.
—Mire —insistió ella, apuntando a la fecha—. ¡Sé cuántos años tiene mi hijo!
La mujer miró de reojo y luego tomó la tarjeta de Nathan junto a los otros papeles que su madre había llenado para comprobar la información. La mujer volvió al escritorio, dándole a Nathan otra mirada incrédula, y con cuidado dividió los papeles que había copiado, entre ella y Mamá. Junto a Nathan, estudiaron los papeles.
—Nathan ¿Podrías sentarte en aquellas sillas? —hizo un gesto señalando el lugar en frente de la oficina—. En unos minutos, alguien vendrá a llevarte a tu clase.
Nathan tomó una bocanada de aire y caminó hasta las sillas.
—Nathaniel Ashbury —Billie dijo en un tono de advertencia, Nathan se congeló y se dio media vuelta para mirarla—. No me digas que no le vas a dar un beso y abrazo de despedida a tu madre.
Nathan rodó los ojos y soltó una risita. Caminó hasta ella para darle un corto abrazo y un beso de despedida. Pero Mamá lo agarró con fuerza, casi sofocándolo con su apretón.
—Ay, bebé —canturreó—. Estarás bien. Todo va a funcionar, ya verás.
—Estaré bien Mamá —.protestó mientras intentaba zafarse de su agarre.
Alzó la vista y se encontró a su madre con los ojos llorosos, intentando no dejar salir ninguna lágrima.
—Soy un chico grande —dijo él con firmeza—. Ya he empezado escuelas antes y siempre he estado bien. Ahora ve a casa y compra algunos muebles para decorarla. Así podremos sentarnos en nuestra súper mesa y agradecerle al Señor por todas nuestras bendiciones.
—Amén —asintió ella. Le dio un pequeño apretón a su mano antes de salir de la oficina con la cabeza gacha para que nadie viera sus lágrimas.
Nathan suspiró profundamente y se tragó sus propias lágrimas. Eligió una silla para luego sentarse. Era un poco embarazoso estar sentado allí solo, esperando. Puede que nunca haya estado en esa escuela anteriormente, pero sabía que ese era el lugar donde se sentaban los que causaban problemas y esperaban a hablar con el director o alguna autoridad. Si estuvieses en problemas, y te mandan a la oficina, ahí es donde te sentarías, a plena vista de todo el mundo, esperando a que alguien lidie contigo.
Él estaba consciente que cualquier estudiante que caminara detrás de él, en dirección a una clase, pensaría que está en problemas por haber hecho algo, en vez de estar esperando a que alguien lo guíe a su clase.
—¿Nathaniel Ashbury?
Nathan saltó ante el llamado de su nombre. Alzó la vista y se encontró con un hombre parado mirándolo a él y a un papel en su mano.
El niño se levantó del asiento rápidamente.
—Nathan, señor. Me dicen Nathan.
—Nathan entonces. Un placer conocerte, soy el Director Falstaff.
Él le ofreció su mano y el hombre la sacudió firmemente. La pequeña mano era cubierta completamente por la del director.
—Un niño bien educado — Falstaff dijo en forma de cumplido —. ¿Debería llevarte a tu clase?
—Sí señor. Gracias.
Falstaff se dirigió hacia la puerta de la oficina y Nathan fue justo detrás de él.
—Primero tienes español —dijo—. La clase ya empezó. Luego tienes educación física. Creo que deberás quedarte sentado en esa clase, ya que no tienes el uniforme necesario aún. Pero al menos podrás ver dónde está todo.
Nathan asintió con la cabeza. Educación física no era su clase favorita. Algunos chicos vivían de eso y lo sabía. Una oportunidad de descargar todo el exceso de energía, de moverse en vez de estar escuchando alguna lectura. Pero Nathan era muy pequeño, muy débil, y se cansaba demasiado rápido. Estaba destinado a quedarse atrás de todos y ser la burla de sus compañeros cuando el entrenador no miraba, si no, por la mismo profesor. Español era mejor, por eso, decidió enfocarse en esa materia.
Siguió al Director, doblando en las esquinas, girando de aquí a allá.
—La Señorita Davis será tu maestra —dijo el hombre con algo de entusiasmo—. Es una verdadera gema. Te gustará, todos lo hacen.
Nathan asintió.
—Ahora, no sé por dónde vas. Tal vez en tu última escuela ibas adelantado o atrasado según nuestros estudios o en qué orden has visto las unidades. Si tienes problemas, quiero que me lo hagas saber. Mi puerta está siempre abierta, y también puedes hablar con tu maestra. Tenemos un curso especial para aquellos que van atrasados debido a alguna razón y necesitan un tutor. No quiero que te avergüences por eso ¿Qué es peor? ¿Tener un tutor para que puedas ir a la par de todos o reusarte a tenerlo y no aprobar?
—Tiene razón.
—Tu madre dijo que podrías necesitar ayuda extra… —. Ella había hecho que los demás piensen que es lento para aprender ¿Podrían empeorar las cosas?
Falstaff lo guió hasta la puerta cerrada de un salón. Golpeó enérgicamente y la abrió. La maestra el frente de la clase se quedó en silenció y miró con intriga en su dirección, deseando saber qué pasaba.
—Señorita Davis, tiene un alumno nuevo transferido —anunció el hombre en una voz más alta de lo que era necesario—. Este es Nathaniel. Nathan Ashbury. Se nos une desde… —se detuvo y lo miró para que completara la información
—Hola —dijo Nathan saludando a su maestra—. ¿Dónde quiere que me siente?
—Bien… veamos —La Señorita Davis era alta, delgada y tenía un brillante cabello rojo. Nathan no sabía cómo podía un cabello tener ese color—. Tendremos que traer otro escritorio para ti porque todos están ocupados. Pero por hoy, Bly Munro está enfermo, así que puedes sentarte en su lugar —la mujer señaló un lugar en el fondo del salón. Bly debía ser grande, porque su escritorio era enorme, más grande que los demás. Nathan se acomodó en la silla para sentarse derecho y poder ver por encima del pupitre. El salón se llenó de risitas.
—Suficiente —les advirtió en director haciéndolos callar—. Bueno, disfruta Nathan. Bienvenido a nuestra escuela.
Nathan asintió. El hombre se retiró, cerrando la puerta detrás de él con un golpe. La Señorita Davis miró al niño por un minuto.
—Necesitarás algunos libros —dijo ella, más para sí misma que para Nathan. La Señorita fue hasta una alacena al final del salón y hurgó en ella, luego sacó varios libros de textos y de actividades—. ¿Tienes un lápiz o un bolígrafo? —le preguntó.
Nathan asintió y buscó en su mochila, sintiéndose mareado. Cuando se agachó, luces brillantes aparecieron frente a sus ojos, y tuvo que enderezarse por un momento, esperando a que el sentimiento pasara. La Señorita Davis puso los libros en su escritorio.
—Tendrás que llevarlos contigo hoy. No tenemos casilleros ni tienes un escritorio como para guardarlos. Hoy estamos con este —ella presionó su dedo índice en un libro morado—. Página cincuenta y dos. Intenta seguirnos lo más que puedas y hablaré contigo luego para ver cómo vas ¿Si?
Nathan abrió el libro y miró la página. La Señorita Davis volvió al frente de la clase y retomó su lección. El libro aparentaba ser nuevo, no estaba rayado o golpeado, y las páginas no se salían como en los de las otras escuelas. Su última escuela había sido bastante pobre. En un barrio pobre, con un pequeño financiamiento. Casi no había libros intactos, y se sentía bien tener uno ahora, sin palabrotas escritas en las páginas. Significaba, también, que nadie había marcado ya las respuestas, pero tendría que vivir con eso.
Había susurros alrededor de él y decidió echar un vistazo. Algunos estudiantes lo observaban, y aún había risitas reprimidas. Nathan imaginó que debía ser una imagen cómica, con su pequeño cuerpo estirándose lo más posible para poder ver a la maestra sobre el enrome escritorio, y sus pies colgando a varios centímetros del suelo. Se sentía como un niño jugando a ser adulto. Lo ínico que hizo fue agachar cabeza intentando ignorar las risas.
* * *
Educación física fue tal cual se lo había imaginado. El entrenador lo había mirado críticamente, analizándolo como si fuera algo roto.
—¿Qué hacías en tu escuela anterior? ¿Básquetbol? —hubieron risas en la clase, pero el hombre lo decía en serio— ¿Voleibol? ¿Algo?
—Tejer —un susurro interrumpió el interrogatorio del entrenador.
La clase completa se echó a reír fuertemente. El entrenador sonrió, negando con la cabeza. Nathan se quedó ahí parado, deseando ser invisible. Podía sentir su sonrojo hasta sus orejas, y sabía que los demás se darían cuenta de su incomodidad. Otras sugerencias fueron hechas. Ajedrez. Cocina. Recoger flores.
—Suficiente —advirtió el hombre, decidiendo que la broma había llegado muy lejos—. Cinco vueltas, todos. Eso deberá callarlos un poco.
Con gruñidos y quejidos, los niños se levantaron y comenzaron a correr por el circuito del gimnasio.
—¡Niños! —dijo el entrenador encogiéndose de hombros—. ¿Entonces... nada? ¿Gimnasia? ¿Escalada de cuerda?
Nathan sacudió su cabeza. Había una unidad que había disfrutado en su otra escuela, pero no quería compartirla con él.
—Bueno... intentaremos integrarte como podamos ¿Ya sabes qué vas a necesitar ropa para gimnasia?
Nathan echó un vistazo a los otros estudiantes y asintió.
—Tu madre recibirá una lista. Tenemos gimnasia todos los días, así que asegúrate de tenerlo lo antes posible así no te tienes que quedar sentado —el entrenador se dió la vuelta—. ¿Carreras? ¿Salto en largo? —Las palabras seguían llegando incluso cuando él estaba dándole la espalda y ya no lo miraba. No sabía si debía responder o dejar que siga diciendo sugerencias al aire.
Nathan deambuló hasta la banca al costado del gimnasio y se sentó para mirar a los estudiantes corriendo, preguntándose quiénes le harían pasar un mal rato y quiénes lo dejarían en paz. No esperaba que nadie lo defendiera o se hiciera su amigo. Solo quería saber quiénes eran los matones; los más rápidos, quienes le harían burla; los más gordos, quiénes sentirían que su figura delgada indicaba su forma de vida y su carácter; los que estaban abajo de todos, a la orden de los demás; y los que estaban sobre todos, quienes buscaban a alguien más pequeño y débil para molestar y sentirse mejor consigo mismo. Los que están en el medio serían los que lo dejarían en paz. Los que no luchaban por estar por encima de todos o los que luchaban para no estar por debajo, pero lo que no quería era preocuparse por ser el tipo de chicos al cual le meterían la cabeza en el retrete.
Cuando la clase había terminado, Nathan siguió a los otros chicos hasta la clase de Ciencias Sociales de la Señorita Davis. Natahn se detuvo en el bebedero para beber agua, estaba sediento, incluso si no había estado corriendo o jugando básquetbol. Obtuvo una serie de ceños fruncidos y miradas despectivas, de los chicos que sí habían trabajado, por demorarse tanto para beber. Pero estaba sediento.
P.D. (Pamela) Workman is a USA Today Bestselling author, winner of several awards from Library Services for Youth in Custody and the InD’tale Magazine’s Crowned Heart award, and has published over 100 mystery/suspense/thriller and young adult books.
Workman loves writing about the underdog. She has been praised for her realistic details, deep characterization, and sensitive handling of the serious social issues that appear in her stories, from light cozy mysteries to darker, grittier young adult and mystery/suspense books.
P. D. Workman does not shy from probing the deep psychological scars of childhood trauma, mental illness, and addiction. Also characteristic of this author, these extremely sensitive issues are explored with extensive empathy, described with incredible clarity, and portrayed with profound insight.
—Kim, Goodreads reviewer